"Y con la amarga caricia de su última mirada, regresó despacio, dejando atrás el andén, hacia un camino nuevo e insospechado que ni siquiera él, con sus propias mentiras, podría volver a reinventar. FIN”
Como dirían los ingleses, es La hora del té. Marta Garcés pasa suavemente sus dedos sobre el teclado y mira fijamente la pantalla. Comienza a imprimir la novela que durante tanto tiempo ha estado creando en su interior y que por fin tiene forma. Esos personajes etéreos, volátiles, que al principio sólo eran barro, tristes figuras amorfas, y ahora, ¡al fin existen! Ya tienen vida propia, ya son seres reales, ya subsisten por sí mismos, son libres. Otra maravilla terminada. Meses de esfuerzo y tesón, sentimientos volcados en miles de palabras. Y todo ese lote de folios lo clama en silencio, con la grandeza de las cosas inanimadas, con esa voz imperceptible de los objetos inertes que, justo cuando volvemos la cabeza hacia otro lado, nos susurran mientras de soslayo nos miran. Con la misma mirada que su protagonista lleva clavada en el alma cuando finaliza la novela dando comienzo su nueva vida. Con la misma mirada que Marta observa su creación y mira el presente y lo venidero. Con la misma mirada penetrante que Eduardo lanza a Marta desde la puerta del gabinete y que no tiene más que un significado, uno, y sólo ella conoce.
Ha anochecido bruscamente sobre el corazón de Marta. Sabe demasiado bien lo que ha de suceder pues siempre es lo mismo, sabe cuál es su don y su castigo, cuál su arma y su talón de Aquiles, y tras su parto, sabe que le arrebatarán su hijo como a soltera de familia adinerada, al igual que acontecía en tiempos pretéritos no tan distantes, para entregarlo a otras manos que no son las suyas. Un sudor frío comienza a recorrer su frente, un temblor el cuerpo, una inquietud el corazón. Se levanta apresuradamente intentando poner en orden todos sus pensamientos, diciéndose que no sucederá otra vez. Pero antes de recoger los folios para poder siquiera acariciarlos, Eduardo los hace suyos, los cuadra y alinea, y sale de la habitación con ellos, con aire petulante, cerrando la puerta de un golpe. Marta se queda allí, inmóvil, sintiéndose más que una esposa, una simple secretaria. La hora del té se ha vuelto amarga.
Eduardo Baquerizo, su esposo, siempre se encarga de todo, él y el asesor, José María Castellón. Cada vez que Marta escribe algo, comienza la secuencia: hay que pensar en los certámenes en vigor, eso sí, los más renombrados, porque el nivel y la calidad literaria que posee son elevadísimos, y no se puede perder el tiempo en concursos de segunda fila. Hay que optar por los importantes, los de prestigio. Y esta novela, tiene trazas de ser la mejor obra de Marta. José María posee una gran visión literaria, años de experiencia lo avalan y grandes editoriales a sus espaldas. Pero su amor por el dinero le convirtió hace décadas en un ser demasiado miserable como para considerarle de esos amigos que se cuentan con los dedos de una mano. De todas formas, Eduardo tiene fe ciega en él y cree que La hora del té será un éxito rotundo.
Los candelabros juegan una danza imperceptible mientras la mirada de Marta se pierde a través de los cristales del comedor. Busca, quizá, un horizonte donde posar un nuevo personaje y darle alas, o un título para su próximo relato, o acaso su mente sólo está en blanco… Vuelve los ojos hacia el cenicero y encuentra su cigarrillo consumido. Cenizas y una colilla humeante que le recuerdan lo fútil de la existencia. Su novela no ganará ningún premio y ella lo sabe, no aparecerá su nombre, ni recogerá ningún trofeo. Se siente dolorida, exhausta, con la extraña sensación de haber perdido algo muy suyo y que jamás va a volver a recuperar. ¿Vale la pena tanto esfuerzo y dedicación en cada línea? Tras cada obra llena de genialidad siempre la persiguen el sufrimiento y el dolor, el desarraigo y el profundo desamparo de la tristeza. Las lágrimas resbalan brillando cual crisoles y no las puede contener, aunque tampoco hace nada por controlar su llanto silencioso y desvalido. No quiere saber nada de lo que se cuece a sus espaldas, pues conoce el fin y los medios. Es consciente de todo: no habrá premio, ni fallo a favor, ni saldrá su nombre en la prensa, ni le darán reconocimiento alguno. Su esfuerzo será en vano. Si las lágrimas no fuesen incoloras, su vestido ya llevaría largo rato color carmesí.
Han transcurrido varios días de revuelo buscando entre revistas, periódicos, anotaciones de páginas de Internet y direcciones diversas. Alea iacta est. Eduardo y José María, al igual que dos cazadores furtivos que, agazapados tras los matorrales, han hecho diana a su presa prohibida, saborean el placer de lo profano descorchando una de esas botellas que sólo se abren en momentos especiales ¿y por qué no ahora? Carcajeaban como dos perturbados, haciendo cábalas, gritando a pleno pulmón que La hora del té va a ser un best-seller y que Marta es una artista. Este año hay una nueva convocatoria más importante si cabe que ninguna, el Premio Atlante, con una dotación económica tan sumamente fuerte que resulta impronunciable, sin dejar atrás la importancia literaria y la influencia mediática.
“Bruma”, la perra, refunfuña y ladra siempre que un desconocido ronda la puerta, regocijándose de hacer bien su papel de guardiana del hogar. Esta vez es el cartero. Eduardo sale a recoger el correo y lo examina presurosamente para ver si hay algo más importante que recibos y notificaciones bancarias. Y esta vez sí, por fin ha llegado lo que tanto ansiaba, una carta con membrete del Premio Nacional Atlante, posiblemente con la noticia de estar La hora del té entre los finalistas, de asistir a la cena de gala, de presenciar el momento en el que el jurado pronuncie el nombre de los afortunados. Al menos tiene la esperanza de que ese sea el contenido del sobre, pues no tendría sentido que le escribiesen diciendo lo contrario.
Marta no cabe en sí de gozo, ¡su novela finalista! ¡Qué gran sorpresa! Posiblemente en esta ocasión su deseo se haga realidad y su sueño tangible. Ahora da comienzo una cuenta atrás de cinco días, para el esperado acontecimiento en los salones del hotel Gran Emperador Augusto, célebre por los eventos literarios que se dan lugar en él, y al que habrá de asistir con Eduardo, pues éste siempre le impone ser su acompañante. Ciertamente abriga la esperanza de ganar ese premio porque sabe que la novela lo vale, que los personajes, esos hijos nacidos de su imaginación poseen vida por sí mismos, no son sólo letras sino seres humanos encarcelados en una encuadernación, cual flores que se guardan entre las hojas de un libro, con apariencia ajada y la esencia de un pasado fresco y oloroso. Apenas cinco días para imaginar el momento, para saborear el anhelado instante...
“Y el ganador del primer premio es para el libro La hora del té…” Sólo unos segundos bastan para que el corazón de Marta se acelere como un corcel trotando por praderas infinitas. “…presentado con el seudónimo «Marta Garcés» cuyo autor es don Eduardo Baquerizo. Hace entrega del premio el Ministro de Cultura Excmo. Sr. …”. No da crédito a lo que oye. Su libro ganador y su nombre como seudónimo. ¡Dios, otra vez no! Un inmenso dolor le traspasa el pecho cual daga emponzoñada. Ahora su corazón ha dejado de latir. Marta advierte en el aire la desintegración de todos sus personajes, siente cómo se difuminan y mueren, mueren como ella ha muerto nuevamente, quedándose huérfanos de madre al igual que sus otros hijos imaginarios. Eduardo siempre le robará todo lo que escriba porque sus novelas nunca tuvieron éxito y no soporta el talento de ella frente a su mediocridad literaria. José María, el asesor literario, ahora comenzará su labor para hacer de las suyas y convertir La hora del té en ejemplar indispensable en librerías y centros comerciales. Y Eduardo, a su vez, seguirá humillando a Marta, porque jamás será capaz de reconocer su envidia. Por eso la amedrenta, enclaustra y suplanta, por eso recoge uno y mil premios que no le corresponden, como antes hicieron tantos escritores con grandes mujeres a la sombra de su pluma.
Y por eso Marta, sentada, observando su instante sustraído, jamás sabrá qué hubiese podido sentir en lo mas profundo de su ser, si hubiesen pronunciado su nombre, si hubiese subido al estrado a recoger el premio. Y en cambio ahora sólo le queda volver a la oscuridad, y llorar lágrimas amargas, tan amargas como la impotencia de no poderse reinventar.
Ana Mª Álvarez ©
Como dirían los ingleses, es La hora del té. Marta Garcés pasa suavemente sus dedos sobre el teclado y mira fijamente la pantalla. Comienza a imprimir la novela que durante tanto tiempo ha estado creando en su interior y que por fin tiene forma. Esos personajes etéreos, volátiles, que al principio sólo eran barro, tristes figuras amorfas, y ahora, ¡al fin existen! Ya tienen vida propia, ya son seres reales, ya subsisten por sí mismos, son libres. Otra maravilla terminada. Meses de esfuerzo y tesón, sentimientos volcados en miles de palabras. Y todo ese lote de folios lo clama en silencio, con la grandeza de las cosas inanimadas, con esa voz imperceptible de los objetos inertes que, justo cuando volvemos la cabeza hacia otro lado, nos susurran mientras de soslayo nos miran. Con la misma mirada que su protagonista lleva clavada en el alma cuando finaliza la novela dando comienzo su nueva vida. Con la misma mirada que Marta observa su creación y mira el presente y lo venidero. Con la misma mirada penetrante que Eduardo lanza a Marta desde la puerta del gabinete y que no tiene más que un significado, uno, y sólo ella conoce.
Ha anochecido bruscamente sobre el corazón de Marta. Sabe demasiado bien lo que ha de suceder pues siempre es lo mismo, sabe cuál es su don y su castigo, cuál su arma y su talón de Aquiles, y tras su parto, sabe que le arrebatarán su hijo como a soltera de familia adinerada, al igual que acontecía en tiempos pretéritos no tan distantes, para entregarlo a otras manos que no son las suyas. Un sudor frío comienza a recorrer su frente, un temblor el cuerpo, una inquietud el corazón. Se levanta apresuradamente intentando poner en orden todos sus pensamientos, diciéndose que no sucederá otra vez. Pero antes de recoger los folios para poder siquiera acariciarlos, Eduardo los hace suyos, los cuadra y alinea, y sale de la habitación con ellos, con aire petulante, cerrando la puerta de un golpe. Marta se queda allí, inmóvil, sintiéndose más que una esposa, una simple secretaria. La hora del té se ha vuelto amarga.
Eduardo Baquerizo, su esposo, siempre se encarga de todo, él y el asesor, José María Castellón. Cada vez que Marta escribe algo, comienza la secuencia: hay que pensar en los certámenes en vigor, eso sí, los más renombrados, porque el nivel y la calidad literaria que posee son elevadísimos, y no se puede perder el tiempo en concursos de segunda fila. Hay que optar por los importantes, los de prestigio. Y esta novela, tiene trazas de ser la mejor obra de Marta. José María posee una gran visión literaria, años de experiencia lo avalan y grandes editoriales a sus espaldas. Pero su amor por el dinero le convirtió hace décadas en un ser demasiado miserable como para considerarle de esos amigos que se cuentan con los dedos de una mano. De todas formas, Eduardo tiene fe ciega en él y cree que La hora del té será un éxito rotundo.
Los candelabros juegan una danza imperceptible mientras la mirada de Marta se pierde a través de los cristales del comedor. Busca, quizá, un horizonte donde posar un nuevo personaje y darle alas, o un título para su próximo relato, o acaso su mente sólo está en blanco… Vuelve los ojos hacia el cenicero y encuentra su cigarrillo consumido. Cenizas y una colilla humeante que le recuerdan lo fútil de la existencia. Su novela no ganará ningún premio y ella lo sabe, no aparecerá su nombre, ni recogerá ningún trofeo. Se siente dolorida, exhausta, con la extraña sensación de haber perdido algo muy suyo y que jamás va a volver a recuperar. ¿Vale la pena tanto esfuerzo y dedicación en cada línea? Tras cada obra llena de genialidad siempre la persiguen el sufrimiento y el dolor, el desarraigo y el profundo desamparo de la tristeza. Las lágrimas resbalan brillando cual crisoles y no las puede contener, aunque tampoco hace nada por controlar su llanto silencioso y desvalido. No quiere saber nada de lo que se cuece a sus espaldas, pues conoce el fin y los medios. Es consciente de todo: no habrá premio, ni fallo a favor, ni saldrá su nombre en la prensa, ni le darán reconocimiento alguno. Su esfuerzo será en vano. Si las lágrimas no fuesen incoloras, su vestido ya llevaría largo rato color carmesí.
Han transcurrido varios días de revuelo buscando entre revistas, periódicos, anotaciones de páginas de Internet y direcciones diversas. Alea iacta est. Eduardo y José María, al igual que dos cazadores furtivos que, agazapados tras los matorrales, han hecho diana a su presa prohibida, saborean el placer de lo profano descorchando una de esas botellas que sólo se abren en momentos especiales ¿y por qué no ahora? Carcajeaban como dos perturbados, haciendo cábalas, gritando a pleno pulmón que La hora del té va a ser un best-seller y que Marta es una artista. Este año hay una nueva convocatoria más importante si cabe que ninguna, el Premio Atlante, con una dotación económica tan sumamente fuerte que resulta impronunciable, sin dejar atrás la importancia literaria y la influencia mediática.
“Bruma”, la perra, refunfuña y ladra siempre que un desconocido ronda la puerta, regocijándose de hacer bien su papel de guardiana del hogar. Esta vez es el cartero. Eduardo sale a recoger el correo y lo examina presurosamente para ver si hay algo más importante que recibos y notificaciones bancarias. Y esta vez sí, por fin ha llegado lo que tanto ansiaba, una carta con membrete del Premio Nacional Atlante, posiblemente con la noticia de estar La hora del té entre los finalistas, de asistir a la cena de gala, de presenciar el momento en el que el jurado pronuncie el nombre de los afortunados. Al menos tiene la esperanza de que ese sea el contenido del sobre, pues no tendría sentido que le escribiesen diciendo lo contrario.
Marta no cabe en sí de gozo, ¡su novela finalista! ¡Qué gran sorpresa! Posiblemente en esta ocasión su deseo se haga realidad y su sueño tangible. Ahora da comienzo una cuenta atrás de cinco días, para el esperado acontecimiento en los salones del hotel Gran Emperador Augusto, célebre por los eventos literarios que se dan lugar en él, y al que habrá de asistir con Eduardo, pues éste siempre le impone ser su acompañante. Ciertamente abriga la esperanza de ganar ese premio porque sabe que la novela lo vale, que los personajes, esos hijos nacidos de su imaginación poseen vida por sí mismos, no son sólo letras sino seres humanos encarcelados en una encuadernación, cual flores que se guardan entre las hojas de un libro, con apariencia ajada y la esencia de un pasado fresco y oloroso. Apenas cinco días para imaginar el momento, para saborear el anhelado instante...
“Y el ganador del primer premio es para el libro La hora del té…” Sólo unos segundos bastan para que el corazón de Marta se acelere como un corcel trotando por praderas infinitas. “…presentado con el seudónimo «Marta Garcés» cuyo autor es don Eduardo Baquerizo. Hace entrega del premio el Ministro de Cultura Excmo. Sr. …”. No da crédito a lo que oye. Su libro ganador y su nombre como seudónimo. ¡Dios, otra vez no! Un inmenso dolor le traspasa el pecho cual daga emponzoñada. Ahora su corazón ha dejado de latir. Marta advierte en el aire la desintegración de todos sus personajes, siente cómo se difuminan y mueren, mueren como ella ha muerto nuevamente, quedándose huérfanos de madre al igual que sus otros hijos imaginarios. Eduardo siempre le robará todo lo que escriba porque sus novelas nunca tuvieron éxito y no soporta el talento de ella frente a su mediocridad literaria. José María, el asesor literario, ahora comenzará su labor para hacer de las suyas y convertir La hora del té en ejemplar indispensable en librerías y centros comerciales. Y Eduardo, a su vez, seguirá humillando a Marta, porque jamás será capaz de reconocer su envidia. Por eso la amedrenta, enclaustra y suplanta, por eso recoge uno y mil premios que no le corresponden, como antes hicieron tantos escritores con grandes mujeres a la sombra de su pluma.
Y por eso Marta, sentada, observando su instante sustraído, jamás sabrá qué hubiese podido sentir en lo mas profundo de su ser, si hubiesen pronunciado su nombre, si hubiese subido al estrado a recoger el premio. Y en cambio ahora sólo le queda volver a la oscuridad, y llorar lágrimas amargas, tan amargas como la impotencia de no poderse reinventar.
Ana Mª Álvarez ©
3 comentarios:
Un magnífico relato, redactado en un estilo claro, por momentos brillante, en una prosa impregnada de sentimiento poético, en donde la trama argumental contribuye a mantener el interés de su lectura hasta desembocar en ese final amargo y lleno de interrogantes.
Un relato en suma digno del galardón y del reconocimiento que obtuvo por parte de los miembros del jurado.
Lo que Juan no dice es, que él, ese mismo año, y en ese mismo evento celebrado en Murcia, fue galardonado con el 2º premio del II CERTAMEN "POEMAS SIN ROSTRO" por el soneto "Poema a la mediocridad". Un título nada acorde con la gran calidad del poema, pulcro, exquisito y soberbio en contenido y forma.
Hola Ana.
Estoy encantada de haber descubierto tu blog.
Iré leyéndote poco a poco y creo que voy a disfrutar haciéndolo.
Un beso.
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