Era un ciprés mi cuerpo, alargado y moribundo,
rozando cielos nublados con la punta de mi copa,
casi sin savia en las hojas, muertas de melancolía,
habitado únicamente por nidos de negros cuervos.
Era mi alma un desierto, de oscuras dunas vacías,
abrasada por recuerdos de un sol quimérico y frío
donde la arena se mueve formando castillos huecos
morada de mil serpientes y escorpiones agresivos.
Eran mis ojos dos lunas opacas de espejos rotos
donde al mirar sólo habían agrisadas nebulosas,
ni una imagen, ni un destello, sólo dolor y negrura,
y una ventana cerrada con desgarradas cortinas.
Y la noche en que la que el viento me trajo tus tempestades
transformaste mi tristeza en alegre melodía,
haciendo de mi un almendro que te regaló mil flores,
y posáronse en mis ramas dos alondras y un jilguero.
Nació en mi alma un oasis, un vergel; y un riachuelo
purificó mis sentidos adulterando mi sangre,
haciendo de ella un zumo con la esencia de tu risa,
que recorre mis arterias invadiendo mis entrañas.
Y mis ojos ya no miran nada mas que por tus ojos,
porque te has quedado en ellos abriendo nuevas ventanas,
convexas y cristalinas, por donde entra la luna
a mirarse en un océano de olas de espuma blanca.
Quédate conmigo ahora...
Transforma con tus palabras el resto de mis sentidos,
conviérteme en mariposa, clávame en cartones negros
y colócame en un cuadro que te adorne las paredes.
Haz conmigo lo que quieras, pero no me dejes sola.
Ana Mª Álvarez ©
martes, 24 de marzo de 2009
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