domingo, 23 de enero de 2011

La barra de labios




















“En realidad no parece tan desagradable” –pensó Isabel cuando llegó con su pequeña maleta y el neceser en la mano.

Miró la habitación, algo desabrida, con un visillo blanco que tapaba únicamente el hueco de la ventana. Parecía uno de esos hoteles baratos en los cuales, si tiras con brusquedad de las cortinas, te quedas con ellas en las manos. Se asomó y tenía vistas a la zona ajardinada que pertenecía al centro. Dos camas individuales, con sus respectivas mesillas de noche, acondicionaban la estancia; sobre las cuales, unas colchas color verde agua eran el único toque de color en la sala. Isabel, sin decir nada, dejó la maleta en el suelo, y el neceser sobre la cama que estaba junto a la ventana. Tomó su bolso, lo abrió con parsimonia y, tras sacar un libro -como si hubiese hecho un conjuro invocando a todos los dioses- se recostó en la cama a leerlo.

Poco duró su tranquilidad. Empezó a escuchar voces por el pasillo.

-¿Cómo? ¿Sin decírmelo antes? ¿Sin mi permiso siquiera? ¡De ninguna manera pienso aguantarla!

Un huracán entró en la habitación, y con un golpe en la puerta sólo se escuchó la voz chillona de Ana.

-¿Quién narices eres tú, y qué haces en mi cama? ¡Vamos! ¡Levanta el pandero de ahí a la de “YA”!

Isabel, estupefacta, no podía articular palabra. Se levantó de la cama sin soltar el libro, se retiró hacia la ventana y preguntó con voz muy baja si ella era su compañera de cuarto. Y esa era la realidad, ese torbellino con voz de grillo sería la acompañante de sus días estivales. Mas la cosa pintaba fea, y esto sólo había hecho empezar. Así que retiró todo lo suyo y lo dispuso en la otra cama. Ana, aunque más joven, era la veterana y tenía derechos que ella no tenía, así que, de momento sólo podía “hacer mutis por el foro”.

Conforme pasaban los días, Isabel se iba adaptando al calor veraniego, a los nuevos compañeros, a Ana y sus berrinches. Le encantaba, sobre todo, la hora de gimnasia porque estaba notando que hacer ejercicio era algo que le sentaba muy bien, y nunca había cuidado demasiado su aspecto físico. De hecho, si estaba empezando a hacerlo era debido al fisioterapeuta que controlaba toda la tabla de actividades, un muchacho muy atractivo que las tenía a todas “locas”. Evidentemente, Isabel y Ana no iban a ser menos. Pero siendo compañeras de habitación, la probabilidad de disonancia entre estas dos bellas notas musicales era realmente alta. Tan alta que, de un día para otro, comenzó una guerra campal.

-“¿Dónde la has puesto? Has sido tú, seguro. Nadie ha podido entrar en la habitación más que tú. ¡Eres una víbora!” –increpa Isabel, con tono dolido y lloroso a su compañera.

-“¿Yo? No sé de qué me hablas. ¡Y no me insultes!”

-“¡Que me la des! ¡Quiero mi barrita de labios color coral! Me hace juego con la cinta del pelo…” –casi llorando- “¡Devuélvemela, es mía! ¡Ladrona!”

-“¿Robarte yo esa barra de labios? ¡Pero si tiene un color espantoso! Eso no conjunta ni con mi pijama viejo… Además, estás horrorosa con ella; Isabel, mejor que la hayas perdido.”

-“De horrorosa nada, que a Eloy le encanta como me queda. Siempre me lo dice cuando llegamos al gimnasio.”

-“Isabelita, hija, qué ilusa eres, te lo crees todo. ¿Pero todavía no te has dado cuenta que tú no le gustas?”

-“¿Cómo que no le gusto? Pero si es un primor conmigo, y es tan atento…”

-“Por eso mismo no le gustas, porque es atento; sólo te adula por cortesía. Quien le gusto soy yo”

-“Ni hablar, le gusto yo, ¿cómo le vas a gustar tú, delgaducha?”

-“¡Ja! Le gusto yo, desengáñate”

-“¡No, no, y no! ¡Le gusto yo!”

Le gusto yo, le gusto yo, le gusto yo… y así los gritos fueron aumentando, y ensordeciendo todo el pabellón, hasta que momentáneamente irrumpió un responsable del centro en la habitación de ambas.

-“Buenas tardes, ¿se puede saber a qué se debe esta algarabía?”

-“Muy sencillo, Ana me ha robado mi barra de labios, y …”

-El responsable interrumpe a Isabel “¿Pero os parece bonito a vuestra edad? Señoras mayores, ochentonas, pasando el verano en una residencia ¿y peleando por una mísera barra de labios? Vamos, Ana, si la tienes, devuélvesela, y si no, dejaos de bobadas, que parecéis quinceañeras. ¡Por Dios! Que ya sois mayorcitas, os la prestáis, y santas pascuas. No es tan difícil convivir y llevarse bien, ¡vamos, digo yo! Espero que una situación como esta no vuelva a repetirse más.”

Isabel, consternada, cogió su libro, miró a Ana fijamente a los ojos como si quisiese atravesarla, con el expreso deseo de leer su pensamiento intentando adivinar el escondite secreto donde tenía su mayor tesoro: su lapiz labial. Mas como no cabía esa posibilidad, no tuvo otra alternativa que salir del habitáculo que compartían, ya que sólo podría sentir alivio estrangulándola, y sus manos de anciana no poseían la fuerza suficiente para ello.

Mientras tanto, Ana quedó en silencio. Tras ver salir a Isabel de la habitación, se asomó a la ventana y la vio leyendo en uno de los bancos de hierro del jardín. Segura de su soledad se sentó en la cama, abrió el cajón de la mesilla, cogió un espejito de bolso y, escondida debajo de las sábanas, estaba el lápiz labial de Isabel. Se miró al espejo, se pintó los labios, y en su rostro lleno de arrugas se dibujó una pícara sonrisa.


Ana Mª Álvarez Barroso © 2009

viernes, 7 de enero de 2011

Todo él





















Su voz, cristal tallado,
rasgada por las fauces de la doliente vida
embelesa mis tardes
con lunas que reservo para mis negras noches..

Sus ojos, maremoto,
serenan mis temores, acarician mi rostro,
y perfilan mis labios
con un pincel de olas dormido en su mirada.

Sus manos alargadas
me rozan sin rozarme, escribiendo en el aire
un poema sin nombre
que alberga una esperanza, destilando ilusiones.

Su corazón inmenso
derrama una cascada de pasiones ocultas.
Mas temo la corriente
que poderosamente me arrastra hasta su cuerpo.

Su ausencia y su presencia
que siempre me acompañan como sombra difusa,
enturbian mis sentidos,
llevándome hasta el río donde se asoma el puente.

Ana Mª Álvarez © 2004